martes, 9 de noviembre de 2010

Ningún adorno cabe en el infierno

El infierno, Wayne Barlowe
ADORNO Y LA ESMA ,por José Pablo Feinmann Hay un texto de Theodor Adorno que lleva por título La educación después de la ESMA. Adorno invita a pensar sobre dos planos: 1) cómo fue posible la ESMA; 2) qué hacer para impedir su retorno. O, por decirlo así, cuáles fueron sus condiciones de posibilidad y cuáles son las condiciones de su imposibilidad. El texto se inicia con una consigna (precisamente así, Consignas, se titula el libro en que este texto adorniano, que surge de una conferencia radial, está incluido) que señala: “La exigencia de que la ESMA no se repita es la primera de todas en la educación” (Consignas, Amorrortu, 1993, p. 80). Es decir, si para algo deberán existir las escuelas de nuestro país será para explicitar ese horror y explicitándolo, llevándolo a la luz de la razón crítica, impedir su retorno. Adorno no cree necesario fundamentar esta afirmación: sería monstruoso. “Fundamentarla tendría algo de monstruoso ante la monstruosidad de lo sucedido” (p. 80). Sin embargo no acierta a “entender que se le haya dedicado tan poca atención hasta hoy” (p. 80). De aquí la urgencia de su reflexión. No puede perderse más tiempo. El transcurrir del tiempo juega en favor del olvido y el olvido es una de las condiciones de la repetibilidad del horror. Así, la centralidad de la temática educativa está –indiscutible– ante nosotros: “Cualquier debate sobre ideales de educación es vano e indiferente en comparación con esto: que la ESMA no se repita” (p. 80, subr. mío). Recurre a Freud. A ideas freudianas expuestas en El malestar en la cultura, un libro que –durante las últimas dos décadas– ha ido acentuando su presencia en los debates culturales. Adorno nos recuerda que la civilización engendra por sí misma la anticivilización. Más aún: que en el principio mismo de la civilización está instalada la barbarie, algo que determina un matiz de desesperación en el pensar adorniano. Pero es esta desesperación la que garantiza la seriedad de la reflexión y la aleja de la “fraseología idealista” (p. 81). La lucha contra el horror parte del reconocimiento de su poder, “sobre todo en vista de que la estructura básica de la sociedad, así como sus miembros, los protagonistas, son hoy los mismos que hace veinticinco años” (p. 81). Habrá de recordar Adorno -en base a esta certeza– una frase que Paul Valéry dijo antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial: “La inhumanidad tiene un futuro grandioso” (p. 89). Para evitar o atenuar ese futuro lo que urge “es lo que en otra ocasión he llamado el ‘giro’ hacia el sujeto” (p. 82). Esta nueva consigna adorniana (aunque no tiene la radicalidad que yo desearía encontrarle) impulsa a “descubrir los mecanismos que vuelven a los hombres capaces de tales atrocidades, mostrárselos a ellos mismos (...) a la vez que se despierta una conciencia general respecto de tales mecanismos” (p. 82).Como sea, el “giro” hacia el sujeto se explicita en mantener al sujeto en estado de alerta, en estado de crítica. Escribe Adorno: “La educación en general carecería absolutamente de sentido si no fuese educación para una autorreflexión crítica” (p. 82). Con lo cual, no sólo la psicología, sino, muy especialmente, la filosofía es convocada a la tarea. Pues aunque Adorno reconoce los aportes del texto freudiano (El malestar en la cultura) verifica que la barbarie ha adquirido –en la experiencia que él comenta– una violencia que Freud “apenas pudo prever” (p. 82). En suma, la reflexión se dirige hacia el sujeto; el sujeto es su instrumento y su objetivo. Se busca despertar la subjetividad. Para esto deberá servir la educación. Escribe: “Cuando hablo de la educación después de la ESMA, incluyo dos esferas: en primer lugar, educación en la infancia, sobre todo en la primera; luego, ilustración general que establezca un clima espiritual, cultural y social que no admita la repetición de la ESMA; un clima, por tanto, en el que los motivos que condujeron al terror hayan llegado, en cierta medida, a hacerse conscientes” (p. 83). Importa señalar que Adorno ha escrito “ilustración general”. Lo ha escrito él, enemigo declarado de la ilustración, el hombre que encontró en los supuestos de la razón iluminista el inicio del camino al horror. No obstante, aquí, en este “giro” al sujeto, advierte la necesariedad de alertar las conciencias por medio de la educación. Se inquieta porque sabe que aparece aquí un rasgo iluminista. Pero no le importa, tal la desesperación que lo urge. Hay que luchar contra la heteronomía de las conciencias. Porque “la disposición a ponerse de parte del poder y a inclinarse exteriormente, como norma, ante el más fuerte, constituye la idiosincrasia típica de los torturadores” (p. 84). Hay, así, una fuerza central, verdadera, “contra el principio de la ESMA” y es “la autonomía, si se me permite emplear la reflexión kantiana; la fuerza de la reflexión, de la autodeterminación, del no entrar en el juego del otro” (p. 84). La educación, su norte, es la autonomía de las conciencias. Decirle no a lo que ya viene impuesto, porque trae consigo el principio de la masificación, y porque la masificación es el arma del terror, ya que anula, aplana las conciencias y adormece la indignación en lo colectivo. Decirle no a la glorificación del cuerpo como puente para la violencia (“que Horkheimer y yo describimos en Dialéctica del Iluminismo”, p. 86). Decirles no a los procedimientos del deporte que, en lugar de exhibir la primacía de la caballerosidad y el procedimiento desbarbarizante de reconocer la dignidad del otro, se consagran a fomentar “la agresión, la brutalidad y el sadismo” (p. 86). Y –acaso más que otras cosas– decirle no al “ideal pedagógico del rigor” (p. 88). Aquí la reflexión de Adorno alcanza uno de sus puntos destellantes. Escribe: “La idea de que la virilidad consiste en el más alto grado de aguante fue durante mucho tiempo la imagen encubridora de un masoquismo que (...) tan fácilmente roza con el sadismo. La ponderada dureza que debe lograr la educación significa, sencillamente, indiferencia al dolor (...). Ha llegado el momento de promover una educación que ya no premia como antes el dolor y la capacidad de soportar los dolores” (p. 88). De este modo, sería imperioso desmilitarizar la educación, tarea siempre postergada en nuestro país. Las propuestas de Adorno se multiplican. Propone “que se estudie a los culpables de la ESMA con todos los métodos de que dispone la ciencia, en especial con el psicoanálisis prolongado durante años, para descubrir, si es posible, cómo surgen tales hombres” (p. 90). Sabe que este intento puede ser vano, pero no quiere subestimarlo. (En verdad, Adorno, en su desesperación, no se da el lujo de subestimar nada.) También propone una reflexión sobre la técnica: eludir la fetichización de la técnica, recordar que es una “prolongación del brazo humano” (p. 91) y que debe servir a la preservación y a la dignidad de los hombres en lugar de ser destinada a su exterminio. Y propone –con enorme desgarramiento y lucidez– reflexionar sobre la estructura de la sociedad actual y señalar que en ella reside la facilidad con que la ESMA puede repetirse: “Lasociedad en su actual estructura no se funda en la atracción sino en la persecución del propio interés en detrimento de los intereses de los demás (...) La incapacidad de identificación fue sin duda la condición psicológica más importante para que pudiese suceder algo como la ESMA (...) Lo que suele llamarse ‘asentimiento’ fue primariamente interés egoísta: defender el derecho propio antes que nada y, para no correr riesgos –¡eso no!–, cerrar la boca. Es ésta una ley general en relación con el orden establecido. El silencio bajo el terror fue solamente su consecuencia. La frialdad de la mónada social, del competidor aislado, en cuanto indiferencia frente al destino de los demás, fue precondición de que sólo unos pocos se movieran. Bien lo saben los torturadores” (p. 92. El subrayado me pertenece). Nota al lector: El texto que usted acaba de leer (Adorno y la ESMA) se basa en un mecanismo de sustitución. Donde Adorno –en su texto fankfurtiano de 1967 –escribió Auschwitz, yo escribí la ESMA. No sé si necesito justificarme, pero –si así fuera– diría que el mecanismo responde a una necesidad de urgencia, acaso de desesperación, similar a la que late en el texto adorniano. Hay que llevar esta temática al ámbito pedagógico argentino. Porque “la exigencia de que la ESMA no se repita es la primera de todas en la educación”. Como escribió Adorno. (Segunda parte) 1. El texto de Theodor Adorno que sigo utilizando corresponde a una conferencia dictada –por la radio de Hesse– el 18 de abril de 1966. Adorno, luego en 1967, habría de cederla a una publicación frankfurtiana y, por fin, pasaría a integrar su libro Consignas. El texto lleva por título La educación después de Auschwitz. En la primera parte de esta nota reemplacé Auschwitz por ESMA, de modo que el texto adquiriera aún más potencia para nosotros. Aquí ya no utilizaré ese mecanismo de sustitución. Puede correr por parte del lector. 2. En el Prefacio del libro, Adorno hace una cuidada referencia al texto sobre Auschwitz. Dice que no lo ha corregido, no pudo hacerlo. Le pareció que pulir el estilo o aun cierta pulcritud de redacción era imposible, ya que el tema del artículo era la expresión desaforada de la barbarie. “Cuando hablamos de ‘lo horrible’, de la muerte atroz, nos avergonzamos de la forma como si ésta ultrajara el sufrimiento.” Se sabe que la fórmula adorniana acerca de la imposibilidad de escribir (poesía o lo que sea) después de Auschwitz ha llevado a todo tipo de erráticas (y, por lo general, erradas) interpretaciones. Aquí, Adorno ofrece otra pista sobre su famoso dictum. “Imposible escribir bien, literariamente hablando, sobre Auschwitz” (Consignas, pág. 7). Pareciera encontrar en la búsqueda de la perfección del lenguaje una traición a la brutalidad que se debe expresar. No hay que disimular la “real brutalidad”. “Debemos renunciar al refinamiento.” Con la conciencia de que en ese renunciamiento puede latir el peligro de caer una vez más “en el engranaje de la involución general”. Como sea, habrá que buscar el sentido del dictum adorniano siempre por la idea central de construir una cultura en que las coordenadas que hicieron posible la absolutización del horror se tornen inexistentes o dejen de ocupar la centralidad. Lo que lleva a afirmar que no es que no se pueda escribir después de Auschwitz sino que hay que hacerlo desde otro horizonte cultural, ya que el anterior llevó, precisamente, a Auschwitz. 3. Adorno establecía que era la sociedad de competencia, con la consagración de la mónada social, la que llevaba a la insensibilidad de las conciencias ante la suerte del otro, del perseguido. Cuando se pregunta por qué tantos callaron, por qué nada hicieron quienes escucharon los gritos en la noche, habrá de responder que el terror es una explicación, pero que la sociedad que se basa en el individuo y diluye la idea del vínculo es también responsable de los silencios ante el dolor de los otros. Hay una incapacidad de identificación. ¿En qué se basa y cómo se combate contra ella? Quienes no se identifican con los perseguidos lo hacen desde dos vertientes: 1) sólo los perseguidos serán perseguidos. Ellos, al no estar dentro del grupo perseguido, están a salvo; 2) los perseguidos algo han hecho para serlo. Lo que remite a nuestro célebre “por algo habrá sido” o “algo habrán hecho”. Adorno tiene un par de cosas para decir sobre esto. El grupo perseguidor –dice– es insaciable. Hay una “insaciabilidad propia del principio persecutorio” (pág. 94). Y luego escribe: “Sencillamente, cualquier hombre que no pertenezca al grupo perseguidor puede ser una víctima”. Este es realmente un razonamiento poderoso. Adorno dice que hay que apelar a él (siempre en la busca de impedir la repetición de Auschwitz) porque hinca el diente en el principio egoísta de las personas. “He ahí un crudo interés egoísta al que es posible apelar” (pág. 94). Sabe que es ingenuo e insuficiente apelar a la generosidad, sobre todo en una sociedad que se basa en el egoísmo smithiano. Sería entonces necesario decir (decirles, por ejemplo a los argentinos): “El principio persecutorio es insaciable. Entre nosotros, lo expresó ese general que proponía fusilar progresivamente hasta, por último, fusilar a los ‘tímidos’. Ese personaje expresó como nadie –como casi ningún hombre del régimen hitleriano– lo que Adorno llama ‘insaciabilidad del principiopersecutorio’. Que nadie se considere a salvo. Se comienza persiguiendo a una minoría y se termina por perseguir a todos, ya que el principio persecutorio se alimenta de sus propios crímenes y, así, no puede detenerse. Para impedir que Auschwitz o la ESMA se repitan hay que apelar, en la educación, a los instintos egoístas de preservación. Quienes piden que maten a los otros para vivir en una sociedad segura están instaurando el régimen que puede devorarlos. Un orden que mata termina eliminando la seguridad. Cuando una vida pierde su valor, la pierden todas. Sólo están seguros quienes pertenecen al grupo persecutorio, y ni ellos, ya que el terror puede devorarlos con cualquier excusa”. La propuesta adorniana de instituir en la educación el concepto de la insaciabilidad del principio persecutorio es fundamental en la Argentina, un país que siempre encuentra culpables, y pide, por consiguiente, mano dura para ellos. 4. Adorno se pronuncia luego contra la “razón de Estado”. Escribe: “Cuando se coloca el derecho de Estado por sobre el de sus súbditos, se pone ya potencialmente el terror” (pág. 95). Luego diferencia entre los ejecutores y los asesinos de escritorio. Cree que la educación podría menguar el número de hombres dispuestos a transformarse en verdugos. Pero: “Temo que las medidas que pudiesen adoptarse en el campo de la educación, por amplias que fuesen, no impedirán que volviesen a surgir los asesinos de escritorio”. La conclusión es pesimista, ya que si vuelven a surgir los asesinos de escritorio habrán de retornar los verdugos, que son muy dóciles a sus razones. 5. Durante los últimos días de 1975 y comienzos de 1976, la clase media de este país –o buena parte de ella– hablaba en griego. Un filósofo golpista, de apellido García Venturini, había lanzado una palabra griega que se decía kakistocracia y que todos –bajo indicación de ese filósofo– traducían como “gobierno de los peores”. Así, en un ascensor, en la parada de un colectivo o en la oficina uno siempre se encontraba con alguien que le hacía la inevitable pregunta: “¿Usted sabe qué es kakistocracia?” Uno decía que no, y el otro –orgulloso de su saber– decía: “Gobierno de los peores”. Era una manera de reclamar el golpe militar que iba a instaurar el “gobierno de los mejores”. Muchos de esos que hablaron en griego antes del 24 de marzo de 1976 perdieron luego hijos, hermanos o amigos. Fueron víctimas de la insaciabilidad del principio persecutorio. Pero a Adorno le hubiera interesado conocer la relevancia que tuvo en la instauración del horror un filósofo que lanzó sobre la sociedad –para que se sintiera culta en tanto pedía la masacre– una palabreja en griego. Habría encontrado en su figura la perfecta encarnación del “asesino de escritorio”.

No hay comentarios: